Por Franca Quarneti
Tomás Ojea Quintana, 6 años. Actualmente es abogado especializado en Derechos Humanos y relator especial de las Naciones Unidas en Corea del Norte.
A los cinco años y medio fui víctima directa del Operativo Independencia en la provincia de Tucumán. Allí vivía con mis padres y con mi hermana. Mi padre era militante político de la organización Montoneros y mi madre también había pasado por esa organización. El 5 de febrero de 1975 se produjo un operativo militar enorme. Mis viejos no murieron, pero fueron torturados durante una semana. A nosotros nos sacaron de sus manos.
Recuerdo una escena en una sala de policías. Mi madre estaba vendada y le decían a los gritos: “¡Te vamos a sacar a tu hijo, te vamos a sacar a tu hijo!” Esa noche la pasamos en la comisaría y después nos volvieron a llevar a la casa donde habíamos sido secuestrados. Nos pusieron una guardia y nos dejaron con una mujer conocida de mis viejos. Así estuvimos hasta que vinieron a buscarnos mi abuela y una tía desde Buenos Aires.
Desde ese día, mis padres quedaron detenidos ilegalmente. Aunque, después de un tiempo, los legalizaron. A partir de ahí, a mi padre lo trasladaron a la cárcel de Rawson, en la provincia de Chubut. Y a mi madre a la cárcel de Villa Devoto. Nosotros vivíamos con mi bisabuela y con mi abuela en su casa en San Isidro. Después del golpe de marzo de 1976, para mí era lo mismo: mis viejos estaban presos.
En la casa de mi abuela vivían los hermanos más chicos de mi padre. Uno de ellos se llamaba Esteban y era un muchacho con muchas inquietudes sociales. Tenía una amistad con los Mallea, una familia que no tenía padres y que vivía en Capital. Casualmente, habitaban en el mismo edificio que el militar Armando Lambruschini.
Un día, en abril de 1976, Esteban fue a visitarlos y tuvo la mala suerte de que cayeran los grupos de tareas de los militares y se llevaran a los tres mayores, incluido él. Solo dejaron a los dos más chicos. Nunca más se supo algo de Esteban. Tenía apenas 20 años. Nadie pudo explicarme lo que había pasado, porque sencillamente no tenía explicación. Pero sí podía sentir el miedo y la desesperación en el aire. Mi abuela en esa época se hizo Madre de Plaza de Mayo.
El otro hermano se llamaba Ignacio, tenía 22 años y una fuerte militancia en Montoneros. Era muy buena onda conmigo. Me acuerdo mucho de él y de las golosinas que me traía: “Vauquita” y “Mecano”. En febrero de 1977 lo secuestraron en la calle, en La Boca, y lo llevaron a la ESMA. Allí desapareció. Ignacio fue víctima de los vuelos de la muerte.
Fueron muchísimos años de desesperación frente a la negativa de los militares de brindar información. De todas formas, mi abuela fue muy fuerte. Además, tenía muchos otros hijos. Pero a Esteban e Ignacio nunca los pudo enterrar.
A mi vieja la liberaron en el ’81. Yo estaba en lo de un primo que vivía a la vuelta de casa. En eso me llaman y me dicen: «¡Tomás, Tomás, andá a tu casa!” No me acuerdo si me dieron la noticia en ese momento o no, pero cuando llegué… ahí estaba ella. Y también muchísimos familiares. No sé cómo le avisaron para que nos abrazáramos afuera, en la entrada, nosotros solos. Fue hermoso. Y cuando soltaron a mi viejo, lo primero que pidió cuando llegó a la casa fueron unas papas fritas con huevo.