«Si cierro los ojos, todavía puedo ver la cara de terror de esa mujer y su hija”

Collage relatos 1

Por Jonathan Cantero

Gustavo Bruzzesi, 6 años. Actualmente es pintor y jardinero.

La desaparición de Francisca, una vecina de Santos Lugares a la que secuestraron y nunca volvimos a ver, es lo primero que se me viene a la cabeza en relación a la época de la dictadura. Pero hubo un hecho del cual fui testigo directo y que, a pesar de mi corta edad en aquel momento, nunca olvidé.

Una tarde, volvíamos en auto desde la casa de mi abuela luego de que mi padre terminara la jornada laboral en la empresa de ferrocarriles donde se desempeñaba como administrativo. El viaje era corto. Al llegar, apoyó su maletín lleno de papeles al lado del vehículo para trabar las puertas, y de paso nos ayudó a cruzar la calle junto con mi madre y mi hermano mayor. Entramos, pero el maletín quedó allí, algo que por aquella época podía generar miedo ante lo que pudiera ser una posible bomba. 

Una vez dentro de mi casa, nos reunimos en la cocina, y comenzamos a escuchar ruidos extraños. Con mi curiosidad habitual decidí asomarme por la ventana, y de repente todo fue miedo. Vimos a varios soldados caminando por la azotea con ametralladoras. “¡Mamá, mamá!”, exclamé exaltado, a lo que mi madre respondió apresurada levantándose de la silla y observando lo que ocurría.

Es que en el edificio de al lado vivía gente relacionada a la agrupación Montoneros. Nosotros sabíamos que nuestros vecinos estaban involucrados con dicha agrupación, pero no teníamos ninguna objeción contra ellos porque nos parecían buena gente. De pronto, y en cuestión de segundos, el hombre al que habitualmente veíamos, su esposa y su pequeña hija fueron raptados. Nunca volvimos a saber de ellos.

A los veinte minutos, los soldados, policías, o lo que fueran, volvieron y empezaron a preguntar por el dueño del auto rojo que estaba estacionado frente a nuestra casa. Mi padre respondió que efectivamente el vehículo era de él. Acto seguido, fue tomado del brazo y requisado por los uniformados. Casi inmediatamente, se lo llevaron. 

Todo fue mientras yo lloraba, envuelto en la desesperación de haber visto en cuestión de minutos cómo unos tipos con armas aterradoras se llevaban a mis vecinos y hasta a mi propio padre. Mi madre simplemente lloraba y me pedía que dejara de hacerlo. Pero esa edad, y ante semejante escenario, fue imposible acatar esa orden.

Por fortuna, y a diferencia de mis vecinos a los que nunca volví a ver, mi padre pudo regresar a casa a los pocos días.

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