Por: Cristian Bautista
Renata, al escuchar el ruido de la llave girando en la cerradura, apaga la aspiradora y sonríe.
La puerta se abre hasta dar contra la pared. Mauricio cruza el umbral y entra, arrastra con fuerza el cuadro. Da pasos torpes hacia atrás.
— No te quedes ahí parada. Ayudame —dice.
Renata suelta la aspiradora, se acerca hasta la puerta y juntos empiezan a tirar.
— Con fuerza —dice Mauricio.
— Está trabado —dice Renata.
— Dale con fuerza —dice Mauricio.
— No pasa —dice Renata.
Mauricio comienza a sacudirlo para destrabarlo. Una nube de polvo cubre la habitación. Los dos tosen. El polvo forma una nube espesa. El sol, que entra por la ventana, le deja ver a Renata millones de puntitos moviéndose por toda la habitación que, de a poco, como en una danza lenta, caen y se acomodan por el sillón, el piano, la mesa ratona, todos los adornos y por último en la alfombra.
— ¿Estás seguro? —dice Renata y vuelve a toser.
— Sí. Es este —dice Mauricio y se sacude las manos, la camisa y los pantalones formando a su alrededor una nube de polvo igual a la que había salido, segundos antes, del cuadro.
— ¡Estás llenando todo de polvo! ¿Podes quedarte quieto? —dice Renata.
Mauricio chasquea la lengua y se sienta en el sillón. Renata mira el cuadro a medio entrar.
— ¿Marita te lo dio sin decir nada?
Mauricio dice: «Sí». Después, cruzando las piernas, agarra un cigarrillo del atado que está sobre la mesa ratona, lo prende con un fósforo, le da una pitada honda y suelta el humo.
— Yo le pregunté: « ¿Lo queres?», ella dijo: « No. Hacé lo que quieras. Llevatelo o tiralo».
— ¿Tiralo dijo?
— Sí —dice Mauricio. Mira el cigarrillo amasándolo entre los dedos índice y pulgar. Le da una pitada profunda. Suelta el humo un poco por la boca, un poco por la nariz. Antes de soltarlo todo, se ríe con una mueca como si tuviera la cara hecha de plastilina y, con un tono grave y estúpido, agrega: « Que lo tire decía. Que lo tire ».
Renata suelta una carcajada.
Mauricio se acomoda en el sillón sacando pecho.
— ¿Estaba colgado?
— No. Estaba donde vos dijiste.
— En la piecita de la terraza —dice Renata mirando el cuadro.
— Bien embalado, atrás de un aparador.
— Que vieja guacha. Bien escondido lo tenía —dice Renata.
Mauricio apagó el cigarrillo en el cenicero sobre la mesa ratona.
— ¿Qué agarró Marita?
— No había mucho.
— ¿Revolvió todo?
— la mayor parte del tiempo estuvo hurgando en el ropero.
— Buscando cosas de valor. Seguro que buscaba cosas de valor. ¿No viste cosas de valor?
— No había nada. Libros con fotos amarillas, papeles, ropa y montones de bolitas de naftalina. —dice Mauricio.
— El olor de tu tía —dice Renata.
Los dos se rieron con ganas.
— Vamos. Hay que entrarlo —dice Mauricio.
— Esperá. ¿Por qué mejor, antes de entrarlo, no lo limpiamos en la vereda?
Entre los dos lo sacaron y lo apoyaron contra el árbol.
— Trae el balde azul, un trapo, detergente, la manguera y la escoba —dice Renata.
Cuando Mauricio salió a la vereda traía el balde con detergente y el trapo en una mano y la manguera y la escoba en la otra.
Dejó todo a un costado del cuadro.
Agarró un extremo de la manguera, fue hasta la canilla que estaba disimulada con una tapa de chapa, detrás del rosal en el jardín de la entrada a la casa, y la conectó. Después la abrió.
Cuando Renata vio el agua que empezaba a correr por la vereda se arremangó, agarró la manguera y mojó la tela.
Mauricio tiró sobre el cuadro un chorro de detergente.
Renata le pasó la manguera, agarró la escoba y comenzó a pasarla enérgicamente sobre la tela.
— Más fuerte acá —dijo Mauricio señalando en el cuadro la camisa blanca del chico que come uvas. Renata obedeció.
— Pará —dijo Mauricio y tiró más detergente sobre la tela. Luego agua.
— Dale ahora —dijo Mauricio.
Renata fregó con más fuerza hasta que toda la tela se llena de burbujas.
Cuando se detuvo, él comenzó a tirarle agua con la manguera a toda la pintura.
Por la esquina de la cortada dobló un carro. Se detuvo a la altura donde estaban ellos.
El hombre sostenía las riendas con la mano izquierda, no parecía gordo a juzgar por sus brazos y sus piernas pero, sentado, le sobresalía una panza enorme como si debajo de la remera llevase oculta una sandía. Sobre la cara le caían unos rulos grasientos que le tapaban los ojos. Tenía un short con el escudo de Boca gastado.
A su lado había un chico con una remera blanca y sucia que le quedaba grande. Tenía un short negro gastado; arratonado. Comía una banana masticando con la boca abierta.
Los dos estaban en ojotas.
— ¿Lo va a tirar señora? —dijo el hombre desde arriba del carro. Renata no lo miró. Fregaba.
— No —dijo Mauricio.
— ¿Tiene algo para comer? —dijo el nene sin dejar de masticar pero no lo miraba a ellos.
Miraba el cuadro.
Renata no dejaba de pasar la escoba con fuerza.
Mauricio volvió a decir no.
El carro comenzó a andar.
Unos minutos después de doblar la esquina a Renata le pareció que todavía se escuchaba el trote del caballo.
— ¿Viste como miraba el cuadro? —dijo Mauricio.
— La otra mañana lo vi.
— ¿Por acá?
— En la puerta de la compra-venta que está sobre la avenida.
— ¿Cómo ese?
— Igualito, igualito a ese.
— Seguro era ese.
— Seguro vendía cosas.
— Cosas robadas —dijo Mauricio.
— Cosas robadas —dijo Renata.
— Hijos de puta —dijo Mauricio.
— Hijos de puta —dijo Renata.
— Frota bien ahí —dijo Mauricio.
Renata fregaba ahora con más fuerza.
— ¡Más! ¡Más! —dijo Mauricio señalando la parte de los pies en los dibujos de la pintura. Renata, apretando los dientes, no dejaba de fregar.
El agua que chorreaba por la vereda hasta llegar al cordón primero era de color marrón, bien oscuro, un rato antes de terminar tenía una tonalidad ocre muy suave.
Cuando terminaron de lavar el cuadro Renata se quedó limpiando la vereda hasta que el agua que se juntó formando charcos fue bien clara.
Mauricio raspó un poco los bordes del marco de la puerta y rompió una maceta subiéndolo a la terraza para dejarlo secándose al sol.
Cuando bajaba la escalera del patio ya era casi el mediodía del domingo entonces pensó en hacer un asadito. Se lo propuso a Renata y ella dijo: «No. Mejor cocinemos juntos ».
Mientras Mauricio destapaba un vino Renata preparaba la salsa. No hablaban. De fondo sonaba una canción de Tan Biónica: « Ciudad Mágica».
Comieron fideos y un pedazo de carne en estofado. De postre flan con vainillas y dulce de leche. Se quedaron hablando de las próximas vacaciones hasta que entre los dos terminaron la botella de vino. Con la excusa de dormir la siesta hicieron el amor.
Cerca de las seis de la tarde Mauricio subió a la terraza. El cuadro estaba seco. Lo bajó esquivando macetas y lo apoyó contra la mesa del comedor.
— Ahora sí —dijo Renata.
— Sí. Ahora sí —dijo Mauricio.
Se quedaron en silencio frente el cuadro.
En la pintura había dos chicos comiendo frutas. Se miraban. Uno estaba sentado en el suelo, al lado de un canasto repleto de uvas verdes y moradas. Tenía puesta una camisa blanca muy rota y pantalones oscuros hasta las rodillas y con agujeros. Sostenía con su mano, más alto que su cabeza, un racimo de uvas negras como si fuera a metérselo entero en la boca. El otro, sentado sobre un banco de madera, rebanaba un melón amarillo mientras masticaba. Los dos estaban despeinados, sucios y descalzos.
— ¿Estás segura que vale tanto?
— Es arte.
— El que está sentado en el banco parece de once años —dijo Mauricio agarrando una manzana de la frutera y dándole un mordisco grande.
— El otro es más chico. Podría tener seis —dijo Renata.
Durante los siguientes minutos el único sonido que se escuchaba era el que salía de la boca de Mauricio al masticar. Fue Renata la que dijo que mejor que no tuviera tantos colores, que le gustaba más así: «En la gama de los marrones» dijo.
Mauricio trajo la escalera y el taladro.
— ¿Acá? —dijo señalando la pared blanca, arriba del televisor, con la punta de la mecha.
—Ahí está perfecto —dijo ella.
Una vez que lo colgaron no tardaron mucho en ponerlo derecho.
A la noche cenaron pollo al horno con papas; aunque no hablaron mucho y pusieron el volumen del televisor bien bajito; de fondo, se podía escuchar el ruido de los cubiertos.
Renata juntó los platos y los llevo a la cocina. Mauricio se quedó comiendo una porción más de ensalada de frutas. Cuando terminó encendió un cigarrillo y le avisó a Renata que ya empezaba « El especial de bailando por un sueño».
— Hoy es noche de eliminación —dijo Mauricio.
— ¿Hoy? —dijo Renata desde la cocina.
— Parece que el petiso de bigote finito lleva la de ganar —dijo Mauricio.
— ¿El petiso es el que quiere la plata para llevar agua a una escuela de frontera?
— No. ese es el otro. Él la quiere para un comedor de indigentes en el Chaco.
Renata dejo los platos en la pileta y, secándose las manos, fue hasta el comedor y se sentó.
Fue durante las propagandas que, mirando el cuadro, se le ocurrió sugerirle a Mauricio invitar a comer a Marita.
A él le pareció una buena idea.
Moe Szyslak