C.P.C. Presenta: No matarás

Por: Luis Enrique Politi

Ilich se recostó sobre el rellano de la escalera que subía a ningún lado, porque del edificio solo quedaban escombros. Percibió un hilo de sangre escurriéndose por la manga del pantalón, pero, por miedo, no quiso mirar cuán grave era su herida. Cerró los ojos, tomó su pierna y la acomodó para que el dolor fuese menos intenso. Cargó las dos balas en la recámara del revólver y con calma, dispuesto a esperar, encendió un cigarrillo y aspiró una bocanada larga de humo. Las sombras ya se disipaban entre los destellos del alba.  El sol, todavía lejos, colaba su resplandor tenue entre el humo de los bombardeos de la noche pasada. De a ratos escuchaba los ayes agónicos de los heridos que no podría auxiliar.

“¡Quédate aquí!”, ordenó Vladimir, el capitán, “no podemos cargarte más”.

¿Cuántos serán ellos?”  Preguntó Ilich. 

“Mmm…, no sé, quizá 20, o quizás 1, o 2; tenés buena puntería; si les disparas en cuanto aparezcan, los detendrás por un rato, después …, después no sé”, dijo Vladimir. “Las bombas no discriminaron anoche, nos masacraron”, añadió.

Siguió un silencio largo e inquietante; el capitán intentó una venia que ya no tenía sentido con su pelotón diezmado. Solo él y un puñado de soldados, que eran casi niños, más llenos de miedo que del valor patriótico que les habían inculcado. Ilich recordó la imagen de aquellos generales que, en los libros, subían a sus caballos y al frente de sus regimientos ordenaban “¡al ataque!”.  Pero, su “comandante”, desde la sala, sentado en el sillón, observaba en el procesador el despliegue de las tropas y como los enemigos destrozaban a los suyos. El nerviosismo en la sala era evidente. Los oficiales se movían inquietos y las órdenes y contraórdenes se cruzaban alteradas. En medio de ese jaleo sonó un teléfono. “Comandante, es el presidente”, anunció el edecán. El comandante atendió: “Antonov escuche, no podemos perder el frente del oeste”. “¡ponga la tropa a la entrada del pueblo y frene el avance de esos infelices como sea! ¡como sea!”, ¿escuchó Antonov?”, repitió. 

– Pero señor, estaba por ordenar la retirada, arguyó Antonov.

– “¿No me entiende usted? Le dije que resista ¡resista Antonov, resista!” 

Antonov se reclinó resignado en el sillón y enseguida transmitió la orden al capitán para que desplazara el batallón a la entrada del pueblo.

Durante la noche, en 10 camiones y dos tanquetas, irrumpieron las tropas enemigas sobre las puertas del pueblo iniciando el asedio. 

Los defensores, ubicados en puntos estratégicos hicieron lo que pudieron, y hubieran seguido defendiendo el pueblo, de no ser porque una explosión, sorpresiva e implacable, los hizo volar, dejando un tendal de muertos y heridos agonizantes. Ilich escuchó el estruendo y sintió que una esquirla le atravesaba la cadera para incrustarse en su abdomen.

“¡Retirada…, retirada!”, gritó el capitán. Los sobrevivientes iniciaron el repliegue, que no era más que una fuga desesperada por las calles laterales con la esperanza de no ser alcanzados por el fuego. Corrieron 2 o 3 kilómetros, pero la esquirla clavada en el cuerpo de Ilich lo complicaba. Más atrás, una vez despejado el acceso, las tanquetas y los camiones cargados con los soldados enemigos, reiniciaron el avance.  

En la sala de mandos, el comandante observaba en los monitores, a la brigada enemiga avanzando sobre el diezmado batallón de Antonov.

– “Preparar misiles para el contraataque”; ordenó.

– “Pero señor…, nuestros soldados están allí, hay edificios y civiles…”. 

“Pues yo no los veo”, replicó frio el comandante; “perdimos contacto”, añadió lacónico. 

“Cañón 1, disparo de misiles”, siguió la orden del comandante. 

El oficial ubicó los blancos con el cursor y apretó el botón de expulsión de los proyectiles. Un cartel rojo comenzó a titilar en el monitor central y la voz del monitor, sonó metálica y clara: “modo de disparo activado”, “advertencia de lanzamiento: hospital en el área, fuerzas aliadas en el lugar del blanco”. 

“Pero comandante, ¡tenemos una advertencia de no disparo los nuestros están allí…!” 

– “¡Dije que dispare!”, gritó Antonov, golpeando la mesa con el puño como toda respuesta. El oficial apretó el botón rojo y…fuzzzzzz, los misiles se abrieron paso entre las sombras. Las líneas de puntos cruzaron la pantalla rumbo al blanco: tip, tip, tip, tip. Luego el tiiiiiiiip final y un segundo que se hizo eterno hasta que varios círculos rojos iluminaron los impactos. 

“Segundo cañón ¡Dispare!”  Y todo volvió a repetirse. Varios puntos brillantes se encendieron, indicando los muertos. El comandante se acercó a la pantalla para evaluar de cerca el resultado de su acción. Titubeó un segundo, apoyó con firmeza los brazos sobre el tablero y sin desviar la vista de la pantalla ordenó nuevamente: “¡Dispare!” Otra vez el fuzzzzzz de los misiles al salir eyectados hacia sus blancos y otra vez las líneas de puntos y los círculos iluminados; “¡dispare!”, repitió…; “¡dispare!” …, “¡dispare!” …; ¡dispare!  … “¡dispare!” …, siguió ordenando con voz calmada, como un instructor dando indicaciones en una clase de danza. “¡Dispare!, ¡dispare!. Los círculos rojos se multiplicaron y los puntos iluminados cubrieron toda la pantalla. “Cese el ataque”, finalizó, una vez consumada la masacre. 

Al abrigo de la noche, tomado de los hombros por sus dos camaradas, Ilich y sus compañeros avanzaron entre los escombros por las veredas destruidas, entre las bombas que explotaban a su alrededor.

Perseguidos por los enemigos y atacados por sus propias fuerzas, los sobrevivientes contaban las horas. Abrazado a sus camaradas, Ilich, y los restos del pelotón escapaban por entre los escombros y los misiles que explotaban a su alrededor. Fue cuando Ilich comenzó a desvanecerse, que Vladimir decidió abandonarlo. Le dejaron un revolver con las dos balas que quedaban. “Trata de sobrevivir”, le dijo a modo de despedida el capitán. Ilich los vio alejarse hasta que sus figuras borrosas se disiparon en las tinieblas y con ellas, sus esperanzas. Se sentó, prendió un cigarrillo aspiró una bocanada de humo y vio como la brasa incandescente sobresalía brillando en la oscuridad. Esto va a delatar mi posición, pensó. “¡pero que mierda!, igual estoy frito!”, murmuró.

Permaneció tendido con la mirada fija en el malecón por donde avanzarían los soldados enemigos. El cansancio lo dominaba, los ojos se le cerraban y ese dolor intenso que no cesaba y se acentuaba de a ratos, cortándole la respiración. ¿Cuántos serían?, la duda lo inquietaba. Si eran muchos no habría nada que hacer; agitaría su pañuelo blanco y les rogaría que no lo acribillaran. Si eran dos, quizás podría matarlos. Solo debía mantenerse sereno, apuntar con calma y ser certero. Con los dos únicos tiros que tenía podría matar, uno, quizás dos; más no, pero por no tener cartuchos. 

De pronto lo estremeció la idea de matar, ¡qué horror!, pensó, “bueee…, es la guerra, sin moral, aquí solo importa vencer al enemigo”. El enemigo, ese ente abstracto al que había que destruir. Pero ahora, ese ente eran personas, quizás como él, con familias en lugares distantes y desconocidos de los que apenas tenía ideas borrosas e inexactas. ¿Por qué tendría que matar a quien nunca había visto, ni odiado?  ¿Qué tenía la guerra para validar lo que sería abominable en épocas de paz? ¿Por qué matar no era un crimen, sino un deber? 

Miró su revolver cargado y listo para asesinar. “Matar no está bien”,murmuró. Pensó en su comandante ordenando las masacres y comprendió que los que ordenaban las guerras eran cobardes que lo hacían tras sus escritorios para defender intereses mezquinos. Los tratados y convenciones avalaban matar con métodos “civilizados”, validando el espanto de trasformar asesinatos en crímenes “más humanos”. 

Pero allí estaba él, metido en una guerra y sin opciones, más que las de su conciencia. “Hay que eliminarlos…”, le habían machacado antes de subirlo a un camión rumbo al frente de batalla. Debía eliminar al enemigo, y éste, de pronto iba a materializarse en cuerpo y alma. Y él, allí, inmóvil y sin posibilidad de huir, debía decidir a quién matar y cómo hacerlo. Los minutos parecían horas interminables. Los estruendos ya no se escuchaban y el rechinar de las tanquetas parecía haber cesado. A su lado, sobre el piso, el charco de sangre seguía creciendo mientras las fuerzas lo abandonaban.

Escuchó un ruido cercano; pudo ver una sombra, apagó el cigarrillo, pero lo hizo tarde; la ametralladora repicó su tableteo intermitente y una ráfaga le dio en la pierna herida. El grito lo dejó expuesto ante el atacante. El soldado lo vio y cruzó corriendo para rematarlo. 

Desangrándose y ya sin fuerzas, Ilich percibió que el fin se aproximaba. Entonces levantó el revólver; la mira se balanceaba temblorosa buscando el blanco que emergía tras una columna. Unas horas atrás el tiro hubiese sido fácil, pero ahora, cuando más lo necesitaba, con la vista nublada y la mano tiritando, apenas podía sostener la pistola, buscando la figura esquiva del hombre. Su vida dependía de apretar el gatillo en el momento justo, y lo hizo…

El disparo resonó en la oscuridad.  El impacto destrozó la ametralladora y el flanco del soldado. Ahora, apenas unos metros los separaban. La madrugada de a poco se imponía a las sombras de la noche. Ilich pudo verle la cara al atacante; su barba crecida, su pelo rubio, los ojos claros, los rasgos marcados con el dolor de la guerra reflejado en su rostro. No, no era un demonio, sino un hombre, no muy joven quizás. Un ser humano desesperado luchando por su vida. EL soldado vio que Ilich permanecía inerme. Se arrastró hacia él trabajosamente, giró sobre sí, lo tomó del cuello; extrajo un cuchillo y levantó el brazo para asestar la estocada mortal. Pero Ilich manoteó el revólver y lo afirmó con fuerza sobre la frente del soldado. Apoyó el dedo sobre el gatillo; dudó un instante. El hombre, horrorizado, repitió lo que le habían enseñado si lo aprehendían: “Capitán Smith, número 5286; regimiento de artillería 256”. Ilich se sorprendió ante esta declaración absurda. Lo estudió con la mirada tratando de entender que le pasaría, cuáles eran sus emociones ante la inminencia de la muerte.

Ilich se desvanecía, apenas podía sostener el revólver apoyado en la frente del inglés. Deslizó el dedo apretando lentamente el gatillo; antes de disparar le surgió una duda irracional: “y … ¿de dónde eres capitán Smith?  “Southampton”, respondió con un hilo de voz el oficial; “casado, tres hijas…, pequeñas…”, añadió.

Ilich nunca había oído sabido de Southampton; de pronto imaginó un puerto con un castillo de piedras y al capitán Smith, despojado de su uniforme y recorriendo la fortaleza con sus tres hijas. 

La visión se tornó borrosa, al tiempo que Smith se desplomaba sobre él. Ilich bajó el arma. lo miró con tristeza por un instante. Entonces, su imaginación, alejada de los horrores de la guerra, floreció de pronto entre los recuerdos felices de su infancia, hasta que sus ojos se cerraron y sus sueños se apagaron para siempre….

Luis Politi, 28 de agosto del 2020. Cuentos de la cuarentena    

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