Por: Muy fulera
Claudia Schepper volvió a bajar en la estación Del Viso, después de mucho tiempo. Se quedó unos instantes observando el paisaje con rechazo, nada parecía haber cambiado. El andén se veía aún más abandonado que como lo recordaba. Que horror. En esas dos palabras condensó todo lo que sentía por el lugar. La última vez que se había tomado el Belgrano Norte debió ser el día que dejó la casa de Jorge Schepper, su padre.
¿Cuánto tiempo hace que se fue del barrio? No lo recuerda. Cree que en su preadolescencia, a los diez, once años. Solo recuerda que un día llegó a la casa de su tía en Paso del Rey y nunca más volvió. De todas formas, tampoco le agradaban las calles de tierra y las zanjas en las esquinas del barrio de Moreno.
A su alrededor, los otros usuarios del tren se disipan de la estación como hormigas.
Emprendió su caminata a la casa de Jorge. La casa estaba a 200 metros de la estación, frente a la vía. Su papá amaba vivir ahí, Claudia no. Era la antigua casa de su abuela paterna. Siempre sospechó que el albañil que la construyó estaba completamente loco. Era un terreno largo y profundo. La casa la construyeron pegada al fondo y de espaldas al Sol, por lo que la entrada estaba en el contrafrente, y para que te pegue un rayo de luz tenías que ir hasta la vereda. Los ambientes eran completamente desproporcionados para su uso. La cocina tenía más metros cuadrados que un cuarto y el baño consistía en una baldosa. La casa era de una sola planta pero su papá le agregó un cuarto en un primer piso.
En la caminata hacia su antiguo hogar, recuerda como el choque del tren contra los rieles hacían temblar los cimientos y los estantes. No había ventana o persiana que pudiera frenar la bocina implacable del tren. A veces se escuchaba tan enfurecida la máquina que parecía estuviera dentro de su cuarto o su cama sobre el andén. Era dueña de todas sus pesadillas.
Cuando se instalaron ahí, Jorge decidió que él viviría arriba, mientras que su mamá, sus hermanos y ella abajo. Claudia nunca subía. Jorge sostenía, entre risas, que ahí sentías el tren encima. Simplemente el hecho de sentir el tren más cerca la atemorizaba. Sus hermanos la amenazaban con encerrarla arriba cuando se portaba mal. Con el tiempo pasó de ser el miedo a subir a rechazo, ya que era donde Jorge se escabullía para alcoholizarse o drogarse.
Cuando sus adicciones se volvieron insoportables y cotidianas, su mamá los llevó a la casa de su tía Rocío. Jorge se quedó ahí solo y nunca más volvieron. Con el tiempo y la distancia, la relación mejoró, pero nunca más regresó a Del Viso. Esta vez, decidió acercarse porque hace cinco días que fue su cumpleaños y Jorge será drogadicto y alcohólico pero siempre recuerda saludar a sus hijos.
Pasó por la puerta y no reconoció la casa, hasta que dió con la reja. El pasto medía más de un metro, ya no quedaba pintura blanca en las paredes, se había descascarado por el Sol y la humedad. Las persianas estaban rotas y desgastadas, las ventanas tapiadas y la lampara del pasillo se la habían robado. Aun se podían ver las manchas negras y las paredes quemadas de cuando explotó la estufa.
Empezó a aplaudir ya que el timbre no funcionaba. El auto estaba estacionado en la puerta, debía estar en la casa. Pero no hubo respuesta.
Decidió adentrarse entre los pastizales para encontrar la puerta principal, pero estaba cerrada con llave. No quedaba otra opción, tenía que subir. Quizás estaba durmiendo en su cuartucho, pensó. El estupor la inundó cuando se posó frente a la escalera, pero tomó valor para subir los escalones. La altura le daba vertigo, sentía que iba a caer en cualquier momento.
Logró gatear por las escaleras hasta el techo mientras esquivaba botellas, colillas y basura. Pero al llegar más cerca de la pieza, respiró un olor nauseabundo. Posó el ojo en la rendija de la puerta, pero no víó nada. Pero llegó a percibir el olor y comenzó a gritar desquiciada. El aroma era más intenso dentro y lo reconoció enseguida. Era el mismo olor que quedaba en el aire cuando se tiraban a las vías del tren.