C.C.C. Presenta: Hora de Defunción.

Por Camila

Cerré la cortina y puse la pava para el mate. Me sentía extraña, 

en pausa, 

como cuando se muere uno de tus personajes favoritos en la serie que estás viendo, ¿viste? Hay necesidad de alentar un poco la vida para poder seguir con la trama. Porque sí, ¿qué tanto puede interferir eso en tu día a día? Nada o mucho, vos lo sabes. Pero esta vez era real, o eso parecía. Lo que llegó a preocuparme o, mejor dicho, me llamó la atención fue que esta vez no sentía demasiado. Es más, sentía menos. No entendía si me estaba volviendo loca, si realmente todo me importaba tan poco, si el agua estaba por hervir, si alguien más había visto o escuchado algo de todo eso o si tenía que llamar a la policía. Pero ¿para qué? Si no sabía ni dónde, ni quién, ni cómo. No tenía ningún dato certero para dar sobre lo que acababa de pasar y si había algo de lo que estaba segura es que, en ese momento, esa muerte no tenía importancia para aquellos que sólo se guían ¿nos guiamos? por certezas materiales. Lo mío podría haber sido un espejismo, un resabio de realidad. El burbujeo de la pava me trajo a la mancha de aceite que está en la pared verde y al murmullo televisivo. 

El día había sido igual a todos. Salí del laburo a las seis y media hora más tarde ya estaba en mi casa. Una de las cosas que más me gusta de mi laburo es que no me importa absolutamente nada de lo que hago. El sueldo del estudio jurídico es bueno, sirve para pagar el alquiler y los servicios básicos: la plataforma streaming de moda, wi-fi, la línea de celular, comida y las expensas. Los fines de semana casi ni salgo así que tampoco gasto tanto. A mis jefes tampoco les conviene tener a alguien que se interese tanto por el laburo: no hago muchas preguntas de sus negocios y cumplo con mi función. A veces cuando creen que no estoy escuchando, hacen chistes sobre mi presencia ausente y me río en silencio. 

Volvamos al día de hoy a las 18.13 hs., afuera el viento de otoño helaba narices y por eso me apuré para llegar al abrazo de casa. Prendí la estufa, me duché y después me acerqué a la ventana: el mejor momento del día. Desde que me mudé a la ciudad podría pasar horas observando los movimientos de las personas y las luces de sus casas. Esa sí que es una actividad que me gusta. Pienso en la cantidad de vidas que habitan las alturas sin ser conscientes de eso ni conocerse mutuamente. Por ahí es porque toda la vida viví en una casa sin poder entender la idea de vivir apilados o por ahí sólo soy una chusma. El tema es que hay algo particular en las porciones de rutina que llego a captar desde acá. Es como estar viendo muchas pantallas al mismo tiempo, unas más grandes, otras más chicas. A veces les invento historias según lo que veo, tengo nombres para varios personajes y hay alguno que otro al que ya le tomé cariño. Me encanta descifrar qué ventanas son las de las

escaleras y entrepisos (casi siempre están camufladas). Después de 2 años viviendo acá, ya conozco casi todos los recovecos, frentes y medianeras de los edificios que tengo cerca. 

Hoy a las 20:45 algo distinto sucedió: uno de mis vecinos se había comprado una de esas bombitas que cambian la luz de color así que tenía una ventana que iba mutando. Rojo, azul, verde, amarillo, intermitente, todos los colores juntos, azul otra vez, lo dejó un tiempo, volvió al rojo. Automáticamente, casi coordinados los movimientos del color, se prende la luz del departamento de abajo. Se notaba que era una lámpara porque se veía un costado más luminoso que el otro. La cortina cremita estaba cerrada pero era casi transparente. Me di cuenta que nunca le había prestado atención. Siempre había estado ahí, claro, pero nunca como esta vez. Era como si supiera que algo estaba a punto de pasar. 

Pero bueno, como un bichito atraído a la luz, los colores del vecino de arriba fueron más interesantes por largo tiempo hasta que abajo vi las sombras de dos cuerpos juntos, bailando frenéticamente. Las figuras groseras iban y venían frente a la ventana, su contacto era áspero y las caricias bastante brutas. Las cabezas y los torsos se juntaban y se separaban, veloces las manos iban del aire al cuerpo como bailando. Sus olas se mezclaban, subían y bajaban. Era imposible desprender la vista. En eso, sólo quedó una espalda aplastada contra el vidrio, luces y sombras chocaban entre ellas y contra mi. La temperatura aumentaba y tuve que limpiar el vidrio para desempañarlo. Sentía la necesidad de devorar esa imagen, de tocarla, chuparla, aplastarla, romperla, acariciarla. Por un instante quise que siempre estén ahí, que siempre estén así. Sólo para mí. Pero los protagonistas eligieron el piso y desaparecieron del campo de visión. 

Lo único que sentía era que el sonido de mi respiración agitada de repente era mucho más fuerte que el quilombo de la hora pico. Desesperada buscaba ventana a ventana, creyendo, como una idiota que podía encontrarlos en otra. Sentía la ansiedad en el pecho y, por unos segundos, un poco de vergüenza. Pero no pude concentrarme mucho en esos sentires porque uno de mis protagonistas apareció en el rectángulo anhelado. Su paso era pausado y se notaba el cuerpo agitado. Me di cuenta (y me encantó) que mi pecho subía y bajaba coordinado con el suyo. De repente vi que la silueta levantaba un brazo, tenía algo en su mano. Algo grande, duro y largo que la otra figura, nuevamente con nosotros, intentaba sacarle. Forcejeaban, se retorcían, chocaban, se hacían uno, con el coso siempre en el aire. Sentí la picardía desde acá y reí. 

De repente, todo se enfrió. Porque claro, lo que sus brazos sostenían como antenas (me parecía que) era un cuchillo. Ya no podía verlos por separado, eran una gran cosa oscura que se movía toscamente hasta que la mitad que no tenía el arma se desprende y desaparece, veloz. No pude descifrar ninguna característica del atacante, su forma parecía

mutar. Sólo podía ver la sombra a flor de piel. Esa era mi única certeza sobre su condición de persona. La silueta negra variaba y me hacía dudar: por momentos era alta, bajo, su pelo corto, era hombre, mujer, ambos, derivados. Sus movimientos eran ágiles y tranquilamente podía ser una persona joven, pero había algo de torpeza en el tira y afloja donde se podía ver a una vieja encorvada y enojada. Sus manos largas parecían las de un mono y su suspenso al de un fantasma. 

Podía ser cualquier cosa. 

La frente me transpiraba y el gusto a ácido sangriento de la boca se hizo insoportable pero no podía despegar los ojos de esa escena. 

Los movimientos de los cuerpos eran similares a los del teatro mudo aunque nunca había ido. 

Por ahí había más gente viendo todo eso. 

Por ahí era la única testigo. 

Por ahí cuando una persona mata a alguien (o da vida, es lo mismo), de repente su cuerpo se deforma a tal punto que es todos los cuerpos que alguna vez supo ser concentrados en un instante: es todo y uno a la vez. 

Pensé un rato más en eso. 

Más arriba había un chabón duchándose. 

Hacia el costado alguien cerraba la persiana. 

En otro edificio, un señor usaba su computadora, 

al lado una mina salía al balcón a fumar y 

dos pisos más arriba se asomaba un gatito que movía las orejas y la cabeza a todos lados buscando los sonidos que sentía. 

Por ahí el animal entendía que no muy lejos había alguien que moría, dicen que ellos notan esas cosas. 

En la ventana de los hechos sólo había una gran figura negra tan enorme que parecía salir del rectángulo e invadir todo el barrio. De repente una parte se desplomó y la otra se corrió hasta perderse en el fondo.

Imaginate el enchastre de aquel departamento y la conmoción de los vecinos cuando encuentren el cuerpo. 

Pero por ahí nunca encontraban nada y esas imágenes serían mías para siempre. 

Hacía 10 minutos que no aparecía ni el reflejo de la sombra. Ya no sentía ni mi propia respiración. 

piiiiiiii silencio piiiiiiii 

El sonido invadía cada vez más fuerte el aire del monoambiente, del barrio, de la vida. Para ahuyentarlo prendí la tele.

1 comentario en “C.C.C. Presenta: Hora de Defunción.”

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