Por: Fernanda Molina
Esta es la historia de un río y de una niña.
Cada vez que podía, la niña corría a un claro en el monte, donde su tierra se abría en un curso
de agua verdoso y profundo. Lo que más le gustaba a la niña era la forma en la que el sol se
reflejaba durante la mañana, cuando el río estaba calmo y más claro, porque podía ver el
fondo a través de él. También le gustaba imaginar hasta donde llegaba y todas las historias de
las que sería testigo. Le intrigaba saber cómo es que, aunque siempre se estaba yendo, el río
siempre tenía agua.
Alguna vez había escuchado de boca de alguna vieja sabia, que el río se nutría de todas las
palabras no dichas, de todos los secretos guardados y de todas las lágrimas lloradas a
escondidas. Es por eso, que cada vez que se sentía triste, la niña corría hacia el río a llorarle a
destajo todo lo que en otro lugar no podía. A veces también gritaba y se desquitaba con él,
todo lo que sentía. Creía que, aunque no pudiera escucharla, por lo menos no la juzgaría.
Había encontrado un lugar especial, escondido de la vista de la gente, donde se sentía segura
de dar rienda suelta a su tristeza. Pero una tarde de verano encontró a dos amantes
besándose justo en su lugar. No lo había pensado antes, pero en ese momento se sintió sola.
—Tan grande que es el río y justo tienen que venir acá —pensó molesta.
Así que tuvo que moverse, caminar río arriba a llorar su tristeza. Después de un rato de andar
entre talas y espinillos que le arañaban la piel, donde el río se hace más bajo, más pedregoso y
silencioso encontró una piedra donde sentarse a descansar un rato.
En esa zona, el sol no se reflejaba en el agua porque la vegetación era más cerrada, pero sí
podía escuchar más potente la naturaleza que la rodeaba.
Y lloró. Lloró de frustración, de cansancio. Parecía que ningún lugar en el mundo sería seguro
de nuevo.
Después de un rato de estar allí, hundida en sus pensamientos y masticando la bronca de
haber perdido su lugar secreto, sintió que algo le cayó en la cabeza, una ramita que se
desprendió de un árbol. Miró hacia arriba y vio a otra niña. Sintió vergüenza al darse cuenta de
que la desconocida había presenciado todo su drama así que juntó la poca dignidad que le
quedaba y se preparó para irse.
—¿Cómo te llamas? Quería preguntarte antes, pero no te quise interrumpir —escuchó que le
hablaba la niña, mientras, de un salto, se bajaba del árbol.
—Clara —contestó con vergüenza, consciente de lo colorada que se vería después de tanto
llorar y caminar bajo el sol.
—Yo me llamo Nube —dijo la desconocida.
—¡Nube! ¿Eso es un nombre? —preguntó Clara, un poco burlándose y un poco sintiéndose
burlada.
—¡Por supuesto que lo es! Es mi nombre, yo misma lo elegí. Vivo hace tanto tiempo que ya no
recuerdo como me llamaban —dijo con una sonrisa llena de dientes.
Clara la observó, la niña no parecía tener más de doce o trece años. Pensó que podría estar
loca o que inventaba cosas, pero la cautivó su imaginación y se quedó ahí esperando que la
niña nube dijera algo más.
La miró pasar adelante de ella y cruzar el lecho del río por las piedras que sobresalían del agua
con una habilidad que revelaba su experiencia. Clara no lo hacía a menudo, pero quería seguir
escuchándola, así que fue torpemente detrás de ella, a veces pisando el camino de piedras y
otras aterrizando con las patas en el agua. Nube no paraba de reírse con una risa que parecía
de lluvia y de canto.
Cuando parecía que por fin se había cansado de burlarse por la poca destreza de Clara, se giró
sobre una piedra y mientras le tendía una mano para ayudarla, le preguntó:
—¿Sabías que el río está hecho de lágrimas?