C.P.C. Presenta: Paraíso azul

Por: Alberto Belt

Sobre el silencio de las montañas que me rodeaban. Después de ceder ante el cansancio de ver mis árboles crecer con imperiosa lentitud, decidí cruzar la lejanía. Alejarme de aquello que se convertiría en mi hogar, solo si era digno de extrañarse. Así, sólo con la inquietud de la curiosidad, decidí avanzar por el pie de la montaña. No tardé en llegar a lo no visto antes. 

El otro lado de la montaña estaba tan cerca, esperándome. Aquel mágico edén formado por un gran río cian con aguas calmas, lleno de pequeñas pero profundas ciénagas. Rodeado de praderas de suave césped sinople. 

Recostado con la cara al sol, encontré goce, y en el goce encontré monotonía ¿Cuánto tiempo algo puede ser lo suficientemente bueno? Pues, puedo afirmar que menos de lo que desearía. Cuando estuve a punto de retirarme, quise tomar un último baño en el pozo más profundo de aquel tibio río . Sumergido en las aguas, viendo rayos de luz ir y venir, atravesando las burbujas de aire que salen de mi boca. Me adentré más y más. Intentar respirar esa agua densa se me hacía imposible, como si ese ambiente tan satisfactorio pudiera matarme. Eso me hizo olvidar lo que había comenzado a extrañar, los árboles, el otro lado. Ese momento merecía ser eterno y sin dudarlo, lo intenté. Exhalé todo el aire que se encontraba dentro de mí, lo intercambié por ese pesado líquido que me llevaba cada vez más profundo, como si me tomara desde el pecho. Arrastrándome hacia el abismo. Antes de siquiera tocar el fondo, mi conciencia, al igual que la luz de la superficie, se desvaneció. 

Pequeñas cúpulas de aire, danzantes a mi alrededor lograron adentrarse en mi boca y mi nariz, alzándome en la oscuridad. 

Sin saber cómo subir comencé una línea recta, caminé miles y miles de pequeños y pesados kilómetros. Dos fueron las veces que me topé con acantilados, luego de casi caer, solo giré a la izquierda y continué caminando. 

Mis pies, agotados del perpetuo paso, dejaron de existir. Mi piel se tornó blanda y mucilaginosa. Mis ojos cansados de no ser útiles, cambiaron, se tornaron albinos. La esclerótica se expandió para ocupar casi todo el globo ocular, pero, en cada ojo su color se mantuvo en la pupila, una negra y pequeña, la otra amarilla y sin forma definida. Ambas se conservaron en el centro, parecían huecos, rodeados por la masa blanca de la cual brotó luz. Permitiéndose ver por sus propios medios, como queriendo decir “estoy acá, serví y serviré, soy primordial”. 

Sé de la existencia de otros seres, seres acuáticos, de las profundidades. Ellos, según tengo entendido, no ven con sus ojos, si es que los tienen. En las aguas profundas parecen conectarse con el ambiente, mueven el agua y el agua les devuelve el movimiento. Siempre estuve desconectado del ambiente, de todos modos, si alguien pudiera conectarse con este lugar ya me lo hubiese topado. 

Fue con aquella lumbre que brotaba de mis ojos, que logré ver lo que había olvidado. La superficie se encontraba justo al frente de mí. Aceleré mis impulsos, a muy poca distancia de salir, algo sostuvo mi mano. Una pequeña criatura de ojos grandes me retenía. Su cuerpo como hilos imitando el mío, me acercaba y enredaba cada vez más. Lejos de incomodarme, era cálido y yo tenía la misma sensación que al dejarme hundir en las aguas pesadas. Placer.

Fue gozo eterno, pero las eternidades suelen terminar antes de lo que uno espera. Siendo uno con aquella criatura que se mantenía inmóvil, fui inmóvil. Abrir los ojos me causó dolor, la carne de mis brazos estaba fusionada con mi torso. Mi cabeza solo se posicionaba en una dirección. 

En una dirección pensé. Mis ojos ya abiertos giraron para mis adentros. Desde ese lado, todo era similar, adentro no se encontraba ese monstruo. Lentamente despegué mis brazos, la carne se desgarraba y la sangre caía en forma esférica en el piso. Uniéndose, creando una gran bola que tomó su propio rumbo. 

Mi cuerpo inmóvil se movió y lo oscuro fue luz. Me metí en mí mismo. Solo ahí, ya no me encontraba oscuro. No me encontraba inmóvil, no me encontraba ahogado, ahí, me encontré. 

Recuperando poco a poco las ganas de caminar, oculto en el frío, decidí volver. Dejar de ocultarme en mí mismo. Me obligué a girar los ojos al exterior. 

Ahí estaba de nuevo, entre la calidez asfixiante de la criatura, pero, ahora mi piel era fría y dura. Los largos hilos delgados se posaban en mi cuerpo convirtiéndose en polvo, así, ese ser dejaba morir sus hilos y creaba otros para seguir reteniéndome. Cuando comencé a moverme, quiso hacerlo más rápido, pero no logró seguirme el paso. 

Aquella intrigante criatura comenzó sólo a observarme. Sus ojos me invitaban a quedarme y por dentro, mi cuerpo recordaba el reconfortante calor y la paz de la que me llenaba. Como en trance, caminé en su dirección, pero otro recuerdo detuvo mi paso. El asfixiante peso de sus delgados y largos hilos alrededor de mí. Mis ojos brillaron, alumbrando a la criatura, que, ante la luz, era reflectante, y allí me vi, de piel dura, ojos blancos y pies cansados. 

Si en aquel momento el ambiente hubiese sido más ligero yo me habría elevado. Sentí otra paz, la segunda más reconfortante, giré llevándome una revelación. Creyendo que aquello, había sido solo una extensión de mí todo el tiempo. Volví a ver a la criatura pasiva ante mi despedida, parecía danzar con el movimiento del agua. Yo no había provocado aquel crecimiento en mí, ante el deseo de devolver lo que sea que me enseñó. Quise que nos encontráramos en otra ocasión. Así fue como con cada paso que daba dejé un trozo de la dura capa que me cubría. Esperando que le guíen a mi algún día. 

Salir del agua fue aliviante, todo era ligero y la luz me otorgaba un calor y color que había olvidado, que había perdido. 

Echado en un pastizal, disfruté mi poco apreciada libertad anterior. 

Alejarme de aquel bello lugar tuvo sentido. Mis árboles, seguro habían crecido lo suficiente para torcerse. Me gusta observar cómo se entrelazan unos con otros, hasta formar árboles gigantescos con distintos colores en sus copas. 

Subiendo por la montaña, con la intención de no repetir mis pisadas, llegué a la cima con el atardecer. Los hermosos purpúreos y anaranjados hacían que el edén de donde volvía se convirtiera en una ilusión. Un recuerdo idealizado, que aun sabiendo que no volvería, me llenaba de confortable paz. Pero no fue hasta que todo se volvió azul, que pude ver la verdadera magia de aquel lugar. 

Entre las sombras se formaban pequeñas separaciones, como si el todo estuviera hecho de delgados hilos, delgados y largos hilos. Las dos lagunas más grandes reflejaron la luz lunar. En todo el paraíso, vi la forma de aquella criatura, mirándome, gigante e inmóvil.

Así, apreciando la paz y la ligereza del entorno del que me había alejado en un principio. Dormí, sobre la montaña, con mi hogar a un lado y con mi paraíso al otro.

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