C.C.C. Presenta: Y ahora te quiero ver

Y ahora te quiero ver

Por: Nicolás Poggi

El depto estaba bien, yo no necesitaba mucho más. Recién separado, con un buen laburo y toda la vida por delante. En cada cosa que hacía respiraba una sensación de libertad recuperada, estaba siempre lleno de planes y eso era hasta excitante. ¿Por qué iba a preocuparme demasiado por el departamento?

Dos ambientes, un balcón amplio, un baño espacioso y con los lujos de un hotel. Los que venían a conocer mi nueva casa quedaban maravillados y me felicitaban, lo que al mismo tiempo incomodaba un poco porque yo no le daba tanta importancia. Siendo inquilino, sólo tenía que encargarme de pagar el alquiler y los servicios, todo lo demás le correspondía al propietario, a quien no conocía porque había llegado acá a través de una inmobiliaria. 

Muy de vez en cuando, en mis días libres o algún fin de semana, me dedicaba a la limpieza. No quería traer a nadie. Era poco lo que había que hacer y, por el momento, yo podía con eso. Limpiar no le gusta a nadie, y a mí tampoco, pero lo tomaba como una forma de compensar mi falta de interés en otros aspectos de la propiedad.

Estaba la mayor parte del tiempo fuera de casa, repartiéndome entre el trabajo, los planes con amigos y las citas. Sin pensarlo mucho, había decidido que la mejor manera de sobrellevar la separación era salir con otras chicas hasta encontrar a la indicada. Hasta el momento no me disgustaba este estilo de vida.

El departamento tenía muy poco de objetable, la verdad: la ubicación en el primer piso al frente, que hacía que durante la semana entraran todos los ruidos de la calle; la falta de espacio en el ambiente del living, que tenía la cocina insertada contra uno de los lados; alguna que otra mancha de humedad en las paredes, de las que claramente no me iba a ocupar. Aunque eso era extraño porque, si lo habían pintado antes de que yo entrara, no debería haber habido nada.

A veces, cuando me iba a trabajar, me quedaba unos segundos en el umbral de la puerta, con la mano en el picaporte y medio cuerpo en el pasillo, contemplando el orden en el que dejaba la casa y la blancura que se proyectaba de las paredes (al menos de las que no tenían manchas). Sonreía y me iba a trabajar, conforme con el paso que había dado.

En la oficina muchos me preguntaban sobre mi nuevo lugar, si ya estaba todo acomodado, si tenía “calor de hogar” y cómo me sentía en el nuevo barrio. Les respondía con cierta indiferencia que sí, ya había sacado todo de las cajas y la nueva vida marchaba dentro de los carriles esperables. Sabía, además, que mi nuevo estado civil podría atraer a alguna compañera, y entonces trataba de jugar al misterio para usarlo a mi favor.

Las manchas de humedad no eran algo que me preocupara con excepción de una que apareció un día en la habitación. Me sorprendí porque no la había visto antes. ¿Era nueva? ¿O nunca le había prestado atención? Estaba en una de las paredes laterales, a la izquierda de la cama. De golpe apareció ahí, en medio de la pared recién pintada de un blanco reluciente: era como un sarpullido de manchas negras, diminutas, desparramadas como en un montículo. La vi por primera vez una mañana mientras me estaba cambiando, pero esa vez le resté importancia y me fui a trabajar.

A los dos o tres días, todavía dormido por haberme levantado tarde y con el pantalón a medio subir al pie de la cama, creí notar que la mancha estaba más grande. ¿Podía ser? Por lo que sabía, y lo que sabía era poco, no era esa una pared que estuviera conectada a un caño. Terminé de subirme el pantalón, me abroché el cinturón hasta el último agujero (había bajado de peso y los pantalones se me caían) y me acerqué a la pared. Podía ver notas de color en medio de las manchitas negras, como un marrón claro o dorado que asomaba desde adentro. Toqué el manchón con la punta de mi dedo índice. Estaba húmedo. Arrastré después la mano por sus contornos: alrededor estaba seco.

Que se ocupe la inmobiliaria, yo no iba a hacer nada. Ese día me fui a trabajar pensando en que no tenía que olvidarme de llamarlos. Pero me olvidé. Me olvidaba todo. Ese es otro problema para un recién mudado: si no hay un compromiso concreto de avanzar con las tareas pendientes, muchas de ellas se prolongan indefinidamente. Y me pasó eso con la pared: durante días, y hasta semanas, postergué llamar a la inmobiliaria o consultar con el encargado del edificio. Simplemente me olvidaba durante el día, distraído con otras cosas, y cuando caía en la cuenta ya era de noche y entonces me decía que lo haría sin falta al día siguiente.

Mientras tanto, la mancha de humedad fue creciendo. Sí, en medio de la pared de la habitación. Era a esa altura un círculo espeso de color negro, como un planeta difícil de definir. Lo miraba todas las mañanas, o ya tarde, cuando entraba a mi pieza para dormir, y pensaba con sorna que nos entendíamos con esa erupción. Arte contemporáneo en la pieza de un joven soltero. Me gustaba. Le daba un toque especial al ambiente.

Un día me pareció notar que la pared había empezado a elevarse en esa zona. Me acerqué y lo comprobé: la pintura se levantaba apenas, como si estuviera inflada. Me divertía apretar y que la fina capa blanca se hundiera. Eran sin dudas los efectos de la humedad. Esto es lo que pasaba si no se atendía el problema. Ya habría tiempo de hacerlo. Pensé en eso y me fui a trabajar.

Me acuerdo que esa misma noche, al volver, encontré la mancha aún más salida. Como si estuviera emergiendo. Como si la pared quisiera expulsar algo. A la vista seguía siendo humedad acumulada, sobre todo si se la miraba de frente; pero, al ponerse de costado, uno podía notar que el sarpullido crecía desde su base como un grano.

Por un tiempo se quedó así, y yo seguí con mi vida. Me ocupé de las otras tareas pendientes del departamento: traje un filtro de agua, que hice conectar; compré el lavarropas que me faltaba y ordené las últimas cosas que habían quedado sueltas en el armario. Miraba entonces el departamento con aires de suficiencia y suspiraba. Era un rey en mi pequeño feudo.

Entrar a mi pieza me recordaba, sin embargo, que la montañita seguía ahí, cada vez más grande, y que yo todavía no había hecho nada. Para colmo, había ido mutando del negro profundo original a un marrón con pinceladas grisáceas. Dentro de su circunferencia las salpicaduras habían ido juntándose en una masa compacta. La erupción había ido despegándose más de la pared, como una protuberancia que no se detenía por nada. Si seguía así incluso podía llegar a usarla para colgar la ropa, me dije a mí mismo y me festejé el chiste.

Con el correr de los meses la mancha dejó de ser una mancha y se convirtió en una especie de cuerno sin punta que sobresalía de la pared y empezaba a despedir un olor nauseabundo.

¿Qué era? ¿Estaban podridos los caños adentro? ¿Había un problema con la humedad en todo el edificio? Le pregunté finalmente al encargado y me dijo que no pasaba nada, que no había recibido quejas de nadie más. Como en ese momento yo estaba de salida, quedamos en que él iría a verlo en una de las mañanas de esa semana. Me sentí conforme Estúpidamente por haberme ocupado. De todos modos el departamento no era mío. Seguía sin ser mi problema.

Hasta que un día llevé a una mina y todo se complicó. Era Sabrina, una compañera de trabajo. Venía habiendo onda y, desde que yo estaba separado, ambos habíamos incrementado el interés por el otro. Sobre el final de una semana la invité a salir, sin vueltas; aceptó y fuimos a tomar una cerveza después de la oficina. Comimos, nos reímos y después fuimos a mi casa. Estuvo todo bien mientras estuvimos besándonos en el sillón del living, en ese ritual de dos o tres pasos que a todos nos gusta seguir al pie de la letra pero que, en mi caso, se alteró cuando pasamos a la habitación.

A medio vestir, porque así habíamos quedado los dos después de habernos refregado en el sillón, Sabrina se plantó en el umbral de la puerta y me preguntó qué era eso que había en la pared. Le dije que era una mancha de humedad, restándole importancia.

Se quedó mirando como si no pudiera creer.

Me dijo que era un asco y le di la razón, mientras me tendía en la cama y la tomaba de una mano para que se acostara conmigo. Busqué tranquilizarla aclarándole que iban a venir a verla, aunque ella insistía en que eso no podía estar así y volvía a preguntarme si era humedad.

Entonces vi en su cara una expresión de horror que debe haber sido la misma que tuve yo cuando había descubierto, hacía ya unos meses, que lo que parecía una mancha había pasado a ser una elevación en la pared que amenazaba con reventar. Pero Sabrina al final se aflojó, sonrió incrédula por mi displicencia y se acostó al lado mío, cerrando los ojos. La besé, concentrado en la profundidad del momento, rodeándole la cintura con los brazos y apretándome contra ella. Noté, sin embargo, que su cuerpo se alejaba del mío. Abrí los ojos y vi que observaba despavorida la pared a mis espaldas, la mirada congelada en ese punto que yo conocía muy bien.

-¿Qué pasa?-, le pregunté, aunque sabía la respuesta.

-Disculpame, pero yo así no puedo-, dijo y se incorporó. Salió raudamente de la habitación y escuché que empezaba a cambiarse en el living, tomando de a una las prendas que habían quedado en el sillón. En un impulso enfermizo miré la bola deforme que crecía en la pared y le reproché en silencio haberme arruinado la noche. Me levanté y traté de convencerla.

Le dije que había un problema general con los caños, que había habido una pérdida y que ahora quedaba humedad en todos los departamentos. Mentí. Ella me respondió que no importaba, mientras se abrochaba el cinturón. Dijo que además le daba muchos asco quedarse.

-¿Viste el olor que tiene?

A decir verdad, yo me había acostumbrado a ese hedor nauseando y por eso ya no lo sentía.

Traté de recuperar el control de la situación y le propuse ir a su casa. Se disculpó pero me aclaró que ya había pasado el momento. “Me pido un auto”, agregó, tomando su cartera.

Sacó el celular y se quedó en silencio mientras solicitaba el viaje. Volví a la habitación y me puse la remera, las medias y las zapatillas. Tenía que bajar a abrirle. No quería volver a mirar la pared. Todavía no podía creer lo que estaba pasando.

En la planta baja Sabrina me dio un beso seco y subió al auto que había llegado enseguida. Me quedé viéndola irse con las llaves colgando de una mano. Cerré y subí.

Al día siguiente ya había tomado una decisión. Mientras esa pelota siguiera ahí, creciendo como un grano infectado, y nadie de los que tenía que ocuparse lo hiciera, yo iba a declararle la guerra. Por eso compré una cómoda chica, como para que entrara em el poco espacio disponible que había entre la cama y la pared, y la acomodé adelante de aquella mancha, para que nadie más la viera. Ni siquiera yo. El olor lo combatiría con ventilación y desodorante de ambiente. Y a otra cosa.

Tengo que decir que la estrategia fue exitosa durante varios días, semanas incluso. Cuando me iba a trabajar dejaba la ventana abierta y al regreso encontraba la habitación fresca. La cómoda, en la que empecé a guardar los slips y la ropa para dormir, me impedía ver ese cuerno viscoso que tantos dolores de cabeza me había traído. A veces hasta me olvidaba de su existencia, aunque de alguna forma extraña siguiera percibiendo su palpitar repulsivo detrás del mueble. 

Pero llegué al colmo de la paciencia cuando un fin de semana, en plena tarea de limpieza, noté que la cómoda estaba corrida. No era un desplazamiento considerable, apenas una diagonal que se había abierto en el espacio que la separaba de la pared. Dejé el trapo de piso y el balde y, con todo el asco del mundo, corrí el mueble. No debí haberme sorprendido, porque conocía esta evolución, pero una reacción de horror me atacó: la cosa esa había seguido creciendo y ya era menos un cuerno en punta que un semicírculo deforme que parecía respirar. Una pelota vibrante. Un grano gigantesco. Un organismo rojizo que incubaba algo, porque de su interior salía un resplandor amarillento.

Junté valor, pese a la repugnancia que me generaba, y corrí del todo el mueble. Fuera lo que fuera, ese espécimen salido de mi pared emitía un sonido sibilante, como si respirara con dificultad. Podía distinguir bajo su superficie corredores diminutos como venas. Nunca había visto algo tan desagradable.

Y ya era demasiado tarde.

Ese fin de semana dejé todo así, con el mueble corrido, y me fui a dormir a lo de un amigo con la excusa de que, como teníamos una fiesta en su zona, era más sencillo quedarme ahí. Durante la noche no pensé ni un segundo en ese montículo antinatural.

Arranqué la semana tratando de concentrarme en lo importante, ya habría tiempo de erradicar esa aparición temblorosa en mi pared. Pasé varios días entrando y saliendo de la habitación, durmiendo en el sillón para convivir lo menos posible con aquel fenómeno. Pero el olor nauseabundo iba inundando todo el departamento.

Después empezó a haber movimientos. Ya no era un latido: la figura ovalada se sacudía en la pared como si fuera a explotar en cualquier momento. Variaba entre el rojo y el amarillo, el amarillo y el rojo, y sus contornos brillaban en la oscuridad.

Era como un organismo que inhalaba y exhalaba desde el centro de mi pared, a la que parecía aferrarse mientras que, al mismo tiempo, parecía hacer esfuerzos por despegar. Iba a reventar, eso lo tenía muy claro. Una combustión en cuenta regresiva. Yo miraba esa deformidad sentado en los pies de mi cama, con las manos juntas, y sólo me preparaba para el momento. Algo empujaba desde adentro. Y la pared era ahora la que temblaba. Ese grano gigantesco iba a explotar en mi nueva casa y quién sabe lo que saldría de ahí. Porque algo iba a salir. También estaba seguro de eso. Era como un ciclo vital que, sin entender por qué, yo conocía muy bien después de tanto tiempo. Llegaba la hora.

Este cuento quedó seleccionado en la Convocatoria Cuentos Cortos de Humanxs lanzada en julio del 2022. Lxs invitamos a estar atentxs a nuestras redes sociales así saben de la próxima.

Deja un comentario