Por Magdalena Vigil
Carlos Cvitanich, 13 años. Actualmente es contador.
Veía siempre los falcon verdes en plaza de Mayo y sus operativos. Llegaban dos o tres autos, se bajaban tipos vestidos de civil, pero armados hasta los dientes. Eran militares, se llevaban a la gente y la hacían desaparecer.
En muchas casas era tabú hablar del tema. Por lo tanto, con mis amigos intentábamos reconstruir los hechos con lo que cada uno escuchaba o veía.
Ir al colegio era una odisea. Teníamos que rogar que al ir en el colectivo escolar no nos tocara un retén militar porque nos frenaban para requisarnos. Te daba dolor de panza de los nervios. Se abrían las puertas y, segundos después, veía sus caras rudas mientras nos hacían bajar a todos del autobús. Nos ponían con las manos contra la pared y nos palpaban enteros. Acto seguido, nos obligaban a girar con documento en mano, nos miraban uno por uno a la cara y nos preguntaban de dónde veníamos, a dónde íbamos o qué hacíamos. En ese momento era rogar que algo no les cayera mal porque te llevaban a la comisaría.
En el colegio era todo extremadamente autoritario. Los profesores nos tenían cagando, les teníamos terror. Debíamos tener un comportamiento, vestimenta y apariencia ejemplar; el cabello no debía tocar el cuello de la camisa. Si algo no les gustaba no te dejaban ingresar a la institución.
Mi preceptor era un gran hijo de puta: tenía comportamiento de milico y totalitario, al igual que las autoridades que nos trataban como si estuviéramos en la colimba.
Mi hermano estudiaba en la facultad de Ciencias Económicas. Allí los hacían izar la bandera del E.R.P – Ejército Revolucionario del Pueblo. Muchos de sus compañeros hoy están en el Río de la Plata.